CORTOS & RETRATOS

La exposición "CORTOMETRAJES & retratos" en el Parque Cultural de Valparaíso, es la primera muestra de trabajos del artista visual y escénico Raúl Miranda, en regiones fuera del circuito capitalino. Esta exposición comprende la exhibición de nueve retratos masculinos y una retrospectiva de diecisiete trabajos audiovisuales realizados entre el año 2010 al 2016, correspondiendo a tres proyectos distintos, los cuales son:

-. "(A)propósito", doce cortometrajes de ficción resultantes de una investigación documental sobre el desconocido actor chileno Enrique Riveros, realizados para la exposición individual del mismo nombre en el Museo Nacional de Bellas Artes (2013/14).

-. "Bestiarium...", cuatro cortometrajes  a propósito de los escritores romanos clásicos Catulo, Apuleyo, Virgilio y Adriano, exhibidos  como parte la exposición individual del mismo nombre en el C.C.Montecarmelo (2015).

-. "Melodrama", work in progress,  tres cortometrajes creados a propósito de una ficción y apropiación del poeta romano Catulo. Estás obras fueron exhibidas en 12 Bienal de Artes Mediales de Chile (Mnba 2015).

Si bien, estos trabajos son obras individuales en temática, se pueden leer como un corpus unitario, donde los personajes aparecen y desaparecen en una trama argumental atemporal y abierta, estética e intelectualmente, al espectador. Es así, que la misma estrategia de apelación a la competencia cultural del público, se pone en juego con una serie de fotografías digitales de hombres de distintas edades. Estos retratos tensan la presencia erótica del cuerpo masculino con la ausencia de un "algo", evidenciando la "vulnerabilidad" como un ethos masculino. Tanto Los cortometrajes como los retratos digitales dialogan entre ellos, sin tener ni un principio o un fin, siendo loop de información visual que estimula la contemplación.

RM.

 

Texto por Francisco Navarrete

CORTOMETRAJES Y RETRATOS: Raul Miranda

 

Sobre el muro, la luz incandescente del aparato técnico proyecta la representación de un antiguo reloj. Un instante después, una mano temblorosa ingresa en el encuadre y mueve las agujas del mismo. Posteriormente, y de forma errática, unos dedos reacomodan a su antojo las horas y los minutos, no una vez, si no dos, tres o cuatro veces. Esta secuencia me afecta. En ella –por imperceptible que sea– hay un gesto temeroso, pero por sobre todo emancipador: un deseo de interrumpir el continuo de las cosas e interpelar aquellas temporalidades que configuran nuestra experiencia de ser y estar en el mundo. A mi modo de ver, en ese gesto, se expresan todas nuestras aprensiones y esperanzas; todas nuestras posibilidades de redefinir el valor y singularidad de nuestras historias. ¿Cuántas veces hemos deseado que esa mano, la que modifica el curso del tiempo, sea la nuestra?

Si nuestros deseos –anhelos de vida y muerte fusionados– pudieran dejar las superficies de las pantallas y se materializaran en cuerpos celestes, la colisión de estos daría forma a una gran cartografía de luces en latencia; una constelación de posibilidades incalculables. Ahí, en esa extensa topografía lumínica, tendríamos la oportunidad de repensar la forma en que percibimos y asimilamos el tiempo a partir de aquello que deseamos tan íntimamente. Al igual que la superficie del reloj alterado, esta bóveda celeste sería algo así como el lugar propicio para re-pensar nuestros modelos sobre el tiempo, y crear prototipos flexibles que no respondan ni a al progreso ni a la acumulación ni a la homogenización de todo aquello de lo cual formamos parte. Quizás, si nuestros deseos tomaran forma de astros, podríamos elaborar nuevos mitos, rituales y ofrendas para un tiempo que fluya en puro devenir. Pero no es así. Actualmente, en aquello que llamamos realidad, el lugar de los sueños y la magia ha sido suplantado por necesidades irrisorias.

De igual forma, nuestros paisajes, narrativas e imaginarios, han sido modulados por progresivos ejercicios de re-apropiación e importación de modelos que, por la fuerza, nos han impuesto una pasión enfermiza por el presente, la individualidad y expectativas propias de un futuro mejor. Es por esto que nos cuesta reconocer otras manifestaciones del tiempo que no sean aquellas atribuidas a este pensar maquínico que modula nuestra experiencia. De ahí que nos sea imposible trazar pasajes entre lo real y lo imaginario; entre nuestros ideales y atracciones. Nos hemos remitido por abrazar sólo aquello que reconocemos como semejante e invisibilizar lo diferente, contradictorio y misterioso en nuestra relación con el mundo. De esta manera, hemos perdido la capacidad de imaginar otros estratos del tiempo; de atribuirle intencionalidades y expresiones más orgánicas e hibridas no sólo a la vida, si no al amor o la consagración de la propia muerte. ¿Será acaso que nuestras formas de comprender la vida han sido agotadas o suplantadas por las nuevas tecno-materializaciones de lo vivo?

En este sentido, el cuerpo de obra de Raúl Miranda se vale de la plasticidad de la imagen y formato expresivo del cortometraje para especular sobre este sentir inadecuado. Cada retrato o composición audiovisual del artista es un intento por percibir otra naturaleza del tiempo; una dimensión donde las expectativas puedan naufragar, los deseos colapsar y la realidad volverse seductoramente ininteligible. Así, a través de un sentir bucólico y referencialidad encarnada en diversos imaginarios literarios, el trabajo de Miranda nos ofrece relatos abiertos en los cuales nos invita a percibir formas, espacios, cuerpos y personalidades vulnerables y errantes como representaciones de todo aquello que concebimos como extra-temporal. Es por esto que, al inicio del texto, hago alusión al gesto que irrumpe el curso de las horas. Pues bien, la voluntad de la mano no busca recobrar el tiempo perdido, si no experimentar sucesivamente la experiencia y valor de la pérdida.

Estos gestos metafóricos, personajes mutantes y relatos subjetivos, son los que reverberan en cada uno de los retratos y cortometrajes y redes de intercambios propiciadas por Miranda. Es tanto así, que mientras una secuencia nos habla del ensimismamiento de un interlocutor nostálgico, otra nos conecta con la metamorfosis y el embrujo; mientras una secuencia hace alusión a la naturaleza ilusionista de la representación, otra nos remite a la melancolía y el sacrificio voluntario; y así al infinito. En este sentido, los tópicos y representaciones articuladas por el artista funcionan como espejos en los que reverberan múltiples formas sobre aquello que da sentido a la condición humana. Es por esto que se apropia de historias inconclusas, relatos trágicos, rituales de deseo, repeticiones, amores inútiles, imágenes moribundas, viajes no emprendidos, geografías provisionales y un sin fin conexiones y montajes que –a través de rupturas y reminiscencias– desbordan el campo de lo real como un llamado de atención ante nuestra insensible experiencia de mundo.

A partir de imágenes monocromáticas, colores deslavados, pasajes visuales y filtros digitales, las secuencias de Miranda estimulan memorias sobre experiencias que no hemos vivido nunca, pero que de una u otra forma, nos pertenecen. En este sentido, su diálogo con el color, encuadres, imágenes y condición de lo fotográfico no son para nada inocentes. Conocida es la virtud y dualidad de las imágenes fotográficas: en su deseo de registrar vida, propician muerte; la representación tiene la capacidad de, en un mismo acto, poner en diálogo la presencia y ausencia de todas las cosas. Lo mismo ocurre con los personajes ofrecidos por el artista, son todos sujetos definidos por la pérdida y la nostalgia, pero no cualquier tipo de nostalgia, si no una nostalgia vivida, expectante y en ocasiones celebrada con trajes de gala, vestidos, collares de perlas, camisas blancas, corbatas y zapatos elegantes. Se trata de una nostalgia que coquetea con el placer de lo festivo, la tragedia y el deseo; un deseo que solo se satisface ahí dónde puede convivir lo forme y lo informe, la humanidad y la bestialidad, la protección y la destrucción o el amor y la muerte.

Es por esto que las imágenes y secuencias poéticas presentadas por Miranda las comprendo como un sistema constelar. Para mi, se trata de astros y estelas narrativas que escudriñan la obsesión humana como queriendo declamar que el cambio es siempre algo inevitable. De ahí que, a través de situaciones provisionales y signos desmontables, este artista nos invita a reflexionar sobre aquello que hemos olvidado debido a nuestra incapacidad de asimilar lo transitorio. Una estela de humo de tabaco, un arma, la casa de campo, la figura de un hombre colgado boca abajo, una máscara, los bosques litorales, un ritual de seducción, una copa de vino, la textura del mármol, una video llamada, el desplome de un cuerpo sobre agua, un retrato fugaz de un joven o el movimiento forzado de las manecillas del reloj, son una de las tantas maneras en que Raúl Miranda nos invita a reflexionar sobre la fugacidad del tiempo, las ilusiones humanas y el frágil placer que nos procura la existencia cuando es vivida en su máxima potencialidad.

 

Francisco Navarrete Sitja.

Barcelona, marzo de 2017.